
La esperanza del progreso
Todos queremos tener esperanza, y también progreso. Porque sin progreso se pierde la esperanza. El progreso es poder tener una vida sin temores, sin los fantasmas del desempleo, o del abandono. Para los jóvenes es el futuro; para las generaciones más adultas es salud, estabilidad laboral, tiempo libre para reflexionar y para los adultos mayores es dignidad, cuidado, pensiones dignas y salud oportuna.
Y el crecimiento es el padre del progreso. Gracias al crecimiento de las primeras décadas en democracia, y de la gloriosa era de los acuerdos, pasamos de ser un país muy pobre, a ser un país muy razonable en términos de desarrollo. Eso fue posible porque crecimos por sobre el 4% por un tiempo prolongado; hasta que malas políticas económicas nos dejaron al ritmo de crecimiento de lo que fue el Chile viejo. El Chile pobre de los 50 y los 60, con un crecimiento casi nulo, incapaces de hacer políticas redistributivas, porque poco había para repartir.
Pero a pesar de eso, seguimos teniendo tremendos potenciales. Tenemos miles de proyectos de inversión detenidos -y otros abandonados- por una regulación que los ahoga, y otros al “aguaite” por miles de millones de dólares. Pero existen muchos más, que sus protagonistas no se atreven a enfrentar al monstruo regulador, ni a esperar décadas para ser aprobados: esas son las inversiones “invisibles”, las que no podemos medir, ni siquiera evaluar. Pero que en un ambiente regulatorio amigable van a florecer.
Pero para eso se requiere una mentalidad, una filosofía pro inversión: tan distinta de la actual, donde incluso de habló de “decrecimiento” y de “meterle inestabilidad a la economía”. Bueno, la verdad, es que si no nos hubiera salvado el 4/9/22 habrían logrado exactamente eso. No fue un desastre porque el 62% de los chilenos comprendió que era la ruta al precipicio, pero no porque a ellos les faltaran las ganas. Y a desgano siguieron gobernando hasta hoy.
Se debe revisar -en forma radical- todo el aparato regulatorio impuesto desde el 2015 a la fecha. Se debe simplificar y modernizar (e incluso suspender, y en los casos más absurdos, eliminar). Se debe poner a cargo del sistema regulatorio a equipos competentes y no ideológicos, con vocación de crecimiento y de desarrollo. Así volveremos a ser líderes en salmones, en minería, en agricultura y en la construcción. Se dará luz verde a la creatividad de los chilenos, que es muchísima.
Y esto ni siquiera es una labor titánica: más que leyes, nos ahogan reglamentos, parámetros, y obligaciones absurdas de la burocracia reguladora: no es muñeca con el Parlamento, es solo buena gestión a nivel gubernamental. Para que los emprendedores recuperen la esperanza. Sin esperanza, sin fe, se apagan no solo las grandes inversiones, sino también las de las Pymes que no tienen escuadrones de abogados para navegar en el mar turbulento del mamarracho regulatorio, que para ellos es una barrera infranqueable.
Será como demoler un dique que contiene una fuerza tremenda, que ansía desplegar. Ese dique que tiene detenido no solo el progreso, sino la esperanza y también la fe en un futuro mejor.
Por César Barros, economista
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